Clic.
En noches así, miro
por la ventana de mi oficina (que es, además, mi apartamento) y la
ciudad parece un paisaje lunar. Son noches lentas y lo único que me
mantiene cuerdo es la botella de scotch
sobre mi escritorio. Es un trago
barato, pero el negocio no anda bien. Ya habrá tiempo para saludar
a Dom Perignon y comer caviar de beluga a cucharadas en el Ritz.
Lo único que me
impide enloquecer en noches así es la botella y un revólver que me
ha visto muchas veces jugar a la Ruleta Rusa cuando el negocio va
peor que hoy. Es un buen amigo que me ha sacado de varios problemas.
La clase de amigo al que le puedo pedir que me saque de este agujero
en el momento que las deudas y los vicios terrenales junten mi
ombligo con mi espina dorsal. Los detectives no envejecemos bien.
Los que llegan a cierta edad quedan un poco lentos, un poco
averiados, como si ver tantas cosas les hubiera quemado algo en la
cabeza. Un montón de demandas por alimentos y el cerebro demasiado
magullado para pagarlas. Prefiero quemarme a desaparecer.
Cuando estoy a punto
de aferrarme a Dios, alguien abre mi puerta. Saco el cañón de mi
boca y lo apunto al umbral. Puedo oler los problemas a millas y esta
noche no quiero problemas. Solo quiero ponerme en paz con el
Creador, firmar mi testamento y dejar de esperar el siguiente caso.
Los problemas huelen
a mujer.
Una bomba de tiempo
con la figura de un reloj de arena y el cabello rubio como el Bourbon
se abrió paso entre la neblina de mil cigarrillos para tomar
asiento. El corazón se me ablanda y entiendo cómo se sienten esos
chicos que se sientan en círculo a fumar su hierba y a tocar
canciones en una guitarra desafinada. Mi cara de boxeador venido a
menos sigue sin moverse. Bajo el arma.
- ¿Es usted Sam
Brockwell? ¿El detective privado Sam Brockwell.
- Si puede pagar cinco
duros al día, seré el Sha de Persia si me lo pide.
- Es mi esposo…
Una historia vieja,
vuelta a contar mil y una veces hasta que olvidas cómo comenzó y
cómo va a terminar. Sirvo dos copas pero ella rechaza la suya con
un ademán que despedía polvo de estrellas desde esos dedos finos y
largos.
No es momento de pensar en
tonterías. Es momento de hablar, de hacer negocios.
- Un momento, un
momento. Antes de contarme la triste historia de su vida y antes de
que esta relación vaya más lejos, necesito saber si usted cuenta
con el dinero.
- Tengo los ahorros de
toda mi vida. Oh, Dios, señor Brockwell… si mi esposo tuviera un
romance, no me preocuparía tanto. Pero las llamadas a media noche,
las salidas furtivas, los días en los que no sé nada de él…
- Cuénteme algo… eh…
señora…
- Sweetvalley. Amelia
Sweetvalley.
- Sra.
Sweetvalley, ¿usted cree que su esposo está involucrado en...? Ya
sabe… negocios turbios…
- A Oliver le gustan las carreras de caballos y creo que esta vez le debe dinero a gente muy mala. Gente poderosa. No sé si me entienda.
- Sí, desde luego la
entiendo – mentí… hace varios matrimonios que dejé de entender
a las mujeres-. Pero no hay que descartar la posibilidad de un
romance. Navaja de Occam y todo eso. A veces, la explicación más
simple es la explicación correcta.
- Sólo necesito
saber. Es lo único que quiero. Dios, Sam… ¿le
puedo llamar Sam, verdad? Llevo muchas
noches sin dormir. Siento que me están siguiendo todo el tiempo y
no puedo descansar… a veces veo faros de autos pasar por la
ventana. Lento, como buscando, como tanteando el terreno. ¿Me
entiende?
Asentí,
mintiendo una vez más. El cliente siempre tiene la razón.
- Bien, Sra.
Sweetvalley, mis honorarios no son cualquier tontería. Quinientos
dólares por día mas los gastos adicionales que esta investigación
requiera. No hago milagros y no creo en ellos, así que no me llame
ni me busque hasta que se lo indique.
Un
auto pasó, lento, auscultando a la ciudad con sus faros.
-¡Oh, Sam! ¡Son
ellos! ¡Me siguieron!
- Malditos
bastardos… ¡Al suelo!
Salí por la ventana
con el revólver en mano, pero el auto pasó, sin más, como un mal
sueño.
- Todas las malditas
noches, con este miedo… Sam, ¿puedo pasar la noche acá?
¿Quién soy yo para
decirle que no a esta mujer?
Esa noche,
comenzaron dos investigaciones: Yo seguía las pistas de Oliver
Sweetvalley y me aseguraba de que los chicos malos no lo hubieran
llevado a ver el acuario desde las peceras de los tiburones.
En otra parte de la
ciudad, un desgraciado comenzaría a morderme los talones, buscando
la ropa interior de la dulce Sra. Sweetvalley en mis cajones.
El día comenzaba, con
todos sus ruidos. Miles de celulares vibraban y causaban neuralgias
a transeúntes desprevenidos. Los carros comenzaban a fluir.
- No.
- Son quinientos dólares.
- ¿Eh?
- Son quinientos dólares.
- Sí, sí… tómalos. Están sobre la mesa de noche.
Laura se sacudió el
sueño de los ojos, bostezó y comenzó a recuperar su ropa. Arregló
todo con eficiencia y rapidez. Dobló el viejo vestido con
movimientos precisos, el liguero, las ligas y las medias fueron
enrolladas y guardadas en una bolsa de lino. Guardó las joyas en un
estuche forrado en cuero artificial. Les dio un último vistazo con
reverencia y cerró el estuche.
- ¿Necesitas que te acompañe a la salida?
Laura caminó con pasos
rápidos a la cocina. El frío de las baldosas le hizo dar pequeños
gritos. Se sirvió una taza de café y tomó una rebanada de pan en
su mano. Comió con medida rapidez.
- Sí. La de la derecha.
- ¿Eh?
Sam se incorporó, con los
ojos aún pegados de sueño. Buscó la silueta de Laura, pero ella
se movía con una velocidad prodigiosa de la cocina al baño.
El ruido de la ducha
apagó la conversación. Diez minutos después, Laura salió
secándose el pelo, negro y apenas un poco por debajo del mentón,
con una toalla, aún desnuda.
- … de llamar a la agencia.
- Sí. Tal vez, con algo de ayuda, puedas dejar de llamar a la agencia.
- No es exactamente lo que ellos querrían escucharte decir…
- Lo sé. Pero no soy exactamente lo que la gente cree que soy.
Laura se vistió
rápidamente. Jeans ceñidos, zapatillas deportivas y un saco con
capucha. Se pintó los ojos con rimel en un par de pases mágicos,
se pintó la boca con un lápiz labial chato y se dio una rápida
mirada en el espejo.
- A ti. ¿Tienes tiempo la otra semana?
- Creo que sí. ¿El sábado?
- No, no. El sábado tengo que trabajar. ¿El domingo estaría bien?
- Sabes que los domingos no trabajo.
- Es verdad… ¿el viernes?
- Es un día ajetreado, pero puedo intentar separar un espacio para ti. Llama a la agencia antes de las nueve.
- Perfecto.
Laura caminó hasta la
cama donde Sam aún estaba. Se dieron un abrazo un poco formal y
ella emprendió una carrera hacia la puerta.
Sam le alcanzó la peluca
rubia. Laura sonrió y la metió aparatosamente en su maleta.
Retomó el ritmo y desapareció.
Eran las diez de la
mañana. Sam volvió a dormir.
Laura caminó, ya
sin prisa, hasta llegar a un café. Tomó asiento en uno de los
bancos de la barra y pidió un sándwich de pollo con un café. Dejó
la pesada maleta a un lado. Abrió su billetera, contó rápidamente
el dinero y la volvió a guardar.
- Lo de siempre. No soy lo suficientemente buena ni lo suficientemente bonita.
- Es una lástima.
- Es mejor así, Mel. Hazme un favor: si algún día llego a parecerme a una de esas tontas operadas, por favor, mátame.
- Tendría que cobrarte antes lo que me debes.
- ¡Ten un poco de corazón! ¿No podrías perdonarle una deuda a alguien que va caminando a su tumba?
- Todos estamos caminando a nuestra tumba, Laura.
Laura sorbió café frío
y se quedó pensando en la palabra “tumba”, muy absorta. “Cuando
vaya a mi tumba”, se dijo, “voy a ir sin secretos. Todo saldrá
a flote. Será un revuelo para todos los que me conocen, pero no me
va a importar porque estaré muerta. Espero tener el corazón para
contarlo todo, sin rodeos. Sin esperar perdón”.
Tomó otro sorbo de
café y se quedó mirando por la ventana. Arrastró su maleta hasta
la salida, se despidió del mesero con un abrazo un poco formal y
caminó por la ciudad un par de horas hasta llegar a su apartamento.
El ascensor no funcionaba, así que tuvo que caminar cuatro pisos con
la maleta reteniéndola como un ancla. Abrió la puerta, dio un par
de pasos y cayó en la cama, rendida. Cerró los ojos y dormitó
pensando en la palabra “tumba”.
Bajo su cama, había
una maleta mucho más vieja y más pequeña. La abrió con cuidado y
arrojó el fajo de billetes junto a otros fajos de billetes que
todavía no alcanzaban a cubrir el fondo. Tomó papel y lápiz,
anotó la cantidad y arrojó el papel con el fajo. Cerró la maleta
y volvió a meterla bajo la cama.
“Tal vez algún
día tenga el corazón para decirle a Sam que no hay agencia”, se
dijo tristemente.
Clic.
Despierto. Es de
noche. Si te gusta el sol, tal vez quieras retirarte e irte a un
condominio en Florida y rodearte de viejecitos amables y gente
curtida por el sol. Tal vez estés a tiempo de hacerlo. Para mí no
hay salvación. Solo noches en vela, escudriñando en la basura
ajena. “La basura de uno es el tesoro de otro”. No me apuraría
a darle la razón al fulano que se inventó esta frase. Años
enteros esculcando en vidas ajenas me han enseñado que la basura es
basura. Solo espero que, si existe algún tipo de justicia
metafísica, mi sacrificio sea tenido en cuenta en el momento de
tomar café con el Gran Hombre de Arriba. Dejo mi revólver sobre la
mesa y apuro un par de tragos.
El aire está enrarecido y
las paredes están cubiertas de estática, como si una tormenta
estuviera a punto de caer.
La puerta se abre de par
en par.
- Querida: si el amor me detuviera para obtener cada cosa que quiero, me dedicaría a otro negocio. Son muchas las mujeres que he amado y pocas las que se quedaron a ver el final de esta película. Estamos cada vez más cerca de la pista del buen Oliver Sweetvalley. Esposo ejemplar, amigo de los caballos y, aparentemente, de los prestamistas de abrigos piojosos, sombrero de ala ancha y mirada turbia.
- ¿Acaso quieres decir que…? – la conciencia de las cosas le cayó como un rayo que hizo rodar por tierra el tronco del Árbol de la Sabiduría,
- Bingo, querida Sra. Sweetvalley. Aparentemente, Oliver le debe toneladas y toneladas de billetes a un pequeño negocio familiar calabrés que se dedica a la importación de aceite de oliva y al monopolio del juego en esta parte de la ciudad. El Sr. Sweetvalley, si me permites decirlo, es un pobre diablo. De malas en el juego y, por lo que he visto, de malas en el amor.
- Sr. Brockwel, le exijo respeto. Soy una buena esposa pero también soy una mujer vulnerable. Usted supo aprovecharse de las circunstancias.
- ¿Las circunstancias llueven del cielo o son el resultado de causas previas? Piénselo bien antes de responder. Si su dulce maridito está improvisando tonadas con un coro de esturiones y con un ladrillo colgado al cuello, es muy posible que vayan detrás de usted. Si ese es el caso, le convendría ser un poco más simpática y no le vendría mal usar un lápiz labial más de mi gusto.
- ¡Usted es un monstruo repulsivo!
- Estamos de acuerdo, Amelia. Pero nunca encontrarás un monstruo tan bueno como yo. En este mundo, los monstruos son buenos y malos. Pero todos somos horribles. Tú lo eres, yo lo soy.
Abandoné mi
discurso filosófico para darle paso a la música de cámara.
Aunque no fue dulce,
fue bueno. Oliver puede tomarse su tiempo antes de flotar a la
superficie. Total, ella nunca podría terminar de pagar mis
honorarios, así que tomaré lo que puedo mientras tanto.
Estas marcas de arañazos
en mi espalda van a tomar días en desaparecer. Me alegra no tener
que rendirle cuentas a nadie.
Laura habla perezosamente
y arrulla a Sam.
- He estado pensando… he guardado todo el dinero desde que… comenzaste a llamar a la agencia…
- ¿Sí?
- Si las cosas salen bien, podríamos irnos de viaje los dos…
- ¿Sí?
- No sé… Islas Margarita, Cancún… podríamos ir un fin de semana y, en este caso, no tendrías que pagar nada… yo invito.
- Puede ser, puede ser. La vida es muy larga y hay tiempo para todo…
- Un teléfono celular
suena distante en la penumbra del sueño.
- ¿Las nueve? Es temprano aún.
- Maldita sea… Sam, necesito pedirte un favor…
- Si necesitas dinero para un taxi, tómalo. No quiero que llegues tarde por mi culpa. Si quieres, lo voy llamando desde acá.
- No, no, no lo llames… tardaría horas en llegar. Mierda, mierda… ¡mierda!
Laura se maquilló
rápidamente, se miró al espejo y esbozó una mueca de dolor.
- Eres hermosa, Laura. Sólo necesitas algo de fe en ti misma. Vas a ver que hoy es tu día de suerte.
- ¿...”día de suerte”? Sam, tienes un sentido del humor bastante enfermizo…
- Lo digo en serio. No creo en el pensamiento positivo y tal vez no encuentres a alguien más pesimista que yo. Pero sé que tienes talento. No sé mucho de actuación, pero sé que tienes talento. No te olvides de mí cuando seas famosa.
- Oh, Sam…- Tuvo el tiempo justo para darle un beso en la frente. Él intentó no abrazarla. Un abrazo solo entorpecería todo.
Laura tomó el dinero y la
maleta. Salió sin despedirse.
Eran las nueve y cuarto.
Sam se levantó a preparar café y tostadas. Cuando volvió, el
desorden de su cama lo hizo pensar en la noche anterior y sonreír.
Cuando recordó cómo
habían comenzado estas citas furtivas, se sentó en la cama y pensó
que tal vez la próxima semana no llamaría a la agencia.
La ciudad parecía
enferma. Fría, congestionada… Laura trataba de no mirar por la
ventana y leer algunas líneas del guión que estaba preparando esa
semana. Leía cada línea susurrándola, miraba al techo del taxi y
repetía lo leído. Luego se detenía a pensar en la emoción que
acompañaba cada frase. Así, por hora y media hasta llegar a la
dirección que tenía anotada en una tarjeta.
Bajó del taxi sin esperar
el cambio y entró al edificio. Subió por escaleras que no parecían
terminar y, finalmente – con apenas un hilo de aliento
sosteniéndola en pie – anunció su llegada a la secretaria. Dio
un último repaso al guión y lo guardó en la maleta.
Estaba lista para ser
Amelia Sweetvalley.
Clic.
Podría ser otra noche
más, pero es la última. Cae el telón.
La dulce señora
Sweetvalley está inconsolable. Oliver apareció. Una parte de él
en una empacadora de carne, otra parte en el mar, otra en un
callejón. Mierda… uno cree que lo ha visto todo en la vida – y
esta ni siquiera es la primera vez que me topo con un cadáver
cortado en bocaditos tamaño cóctel -, pero siempre me perturba el
sueño.
Fin del caso. Ahí
está el buen señor Sweetvalley, pagando sus deudas como Antonio
jamás pagó a Shylock. Sé de estas cosas porque leo. El insomnio
te hace más inteligente y, a la vez, más lento. Acumulas
información para olvidar lo que sabes y al final solo recuerdas
algunas cosas.
Es horrible no tener
las palabras exactas para consolar a alguien. No después de
compartir un par de sábanas y momentos de intimidad en lugares
oscuros a los que la gente buena no va. Este es mi infierno
particular: ser feliz sólo donde otros temen serlo. ¿Te gusta? Yo
mismo lo decoré.
Algún día seré
tan feliz que el terror me llevará a jugar a la Ruleta Rusa con un
amigo. Pero esta vez el tambor estará lleno de balas menos una.
Todo juego tiene su curva de aprendizaje y, en este punto, creo que
ya no necesito aprender más sobre la naturaleza humana. Fue todo un
placer, Sra. Sweetvalley. Lamento que este juego no haya terminado
bien, pero ni usted ni yo teníamos las cartas marcadas a nuestro
favor.
La basura sigue
siendo basura. Y yo sigo solo.
Una mirada amiga. Momento
de empacar e irse. El barman ya está ayudando a subir las sillas
sobre las mesas y paseando un trapero por nuestro valle de lágrimas.
Al final del túnel, una mirada amiga.
A esto se resume
todo: a encontrar la iluminación en el cañón de un revólver.
Nadie ha vuelto para contarnos lo que ha visto. Todos queremos creer
que es algo bueno. Atardeceres con luciérnagas, buenas fiestas,
buenas mujeres.
Algunas chicas
crecen para ser esposas y estudian para ser amantes. Siempre solo,
siempre huyendo de las invitaciones de viejos amigos. “Hey, Sam:
hay una chica que me gustaría que conocieras. No es muy guapa pero
es encantadora”. No, no. Lo siento. Cuando no soy detective soy
un educador. Y Amelia pasó cada prueba con sorprendente locuacidad.
Y todo termina con un conmovedor discurso.
Soy muy cobarde para una
nota suicida. Ser cobarde es una virtud que te permite vivir lo
suficiente como para descubrir que tu vida no vale nada.
Me estoy quedando
corto de clichés. Quien haya inventado al antihéroe de todas las
novelas pulp es
un genio. El arquetipo primigenio de alguien que solo puede hablar a
través de palabras ajenas. Un actor de su propio drama,
desconectado de su propio entorno a golpes. He llegado a la última
extensión posible de mi personaje. Me estoy enfrentando a un dolor
humano puro: cuando la vanidad no te sostiene y el espejo te devuelve
una imagen demasiado real de ti. Real e insoportable.
3… si adivinaste que mi
nombre no es Sam Brockwell, necesitas prestar más atención. Me
gustaría decirte que soy el Sha de Persia, pero estoy a un millón
de años luz y a miles de millones de dólares y camellos de serlo.
2… ¿ves lo que
pasa? Si te puedo dar un consejo útil, es este: No te enrolles con
aspirantes a actrices que tienen que pagar las cuentas con trabajos
demasiado complicados de explicar en su currículo. Terminas envuelto
en dramas que no son tuyos, viviendo fantasías que otro tipo
escribió para ti. Pero se supone que estas fantasías tienes que
verlas a través de una pantalla. Son frustrantes cuando las vives
en carne propia. Dorian dejó a Sybil Vane porque no era un retrato.
Era demasiado humana. Claro: el sexo es magnífico. ¿Quién no
follaría de esa forma si supiera que está a punto de morir? Los
personajes de ficción lo saben y aceptan su mortalidad con más
rabia que resignación. Si quieres una experiencia borde para
contarle a tus amigos (yo no los tengo, así que desconfía de mi
testimonio), acuéstate con una chica que está poseída por un rol.
Los personajes viven intensamente antes que morir, más allá de
quienes los representan.
Sam Brockwell está listo
para despedirse. Unas últimas palabras antes de darle el micrófono
al próximo comediante: Por meses, supe lo que era ser un hombre
duro, como los que ves marchitarse y morir en los bares. Tuve todo:
una vida interesante, una mujer prohibida, un misterio por resolver y
constantes primicias de una película que va a ser estrenada el
próximo verano, protagonizada por una chica de buen ver y poco
cerebro. A partir de mañana seré otra cosa. No recuerdo muy bien
lo que era antes, pero no es importante. Ahí está. Bajo los
clichés y el olor a sexo furtivo, ahí esta.
Si me tienes que preguntar
a quién voy a extrañar más, voy a extrañar al duro de Sam. Pero
no voy a poder olvidar a Laura: A veces Laura, a veces Amelia, a
veces alguien con sueños más grandes que cualquier película y, por
eso, difíciles de traducir a la realidad.
1.
Fue una buena vida, pero
no fue la mía.
Clic.
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