miércoles, 19 de septiembre de 2012

los mismos ruidos que no nos dejan dormir

Alguien en Facebook puso un enlace a YouTube: el Disintegration de The Cure.

Hace un instante tenía 16 años.  Aprendí a apreciar el tiempo que no pasaba castigado por malas notas, bebetas clandestinas y los pequeños crímenes que cometen los adolescentes que se autodiagnostican como bipolares.  La vida era cuestión de horadar instantes en un rosario para rezarle a las deidades de los días fríos y, con suerte, morir joven.  Algo así como el YOLO de los modernos chicos de hoy, pero con más contenido poético y menos imbecilidad.

¿A quién engaño? Todos fuimos un poco idiotas de adolescentes.




Hace un instante, mirando el reloj, me ví acercándome a los temidos 23 (los de Janis, Jimi, Jim...) y esperaba la muerte con menos ganas.  La visión romántica de la adolescencia se vio traicionada por los placeres de la vida universitaria.  De la vida paralela a las horas interminables en un salón de clases donde el sueño y el tedio obstruyen cualquier vía por la que el conocimiento pueda viajar.  Poco a poco comencé a reducir las horas en el salón de clases para dedicarle más tiempo a las cafeterías, a los libros, a escribir y a preguntarme si había alguna forma de escapar de la ansiedad que siempre me causó la Javeriana.

Antes de eso, volví mía cada canción de The Cure.  Era rico extrañar a alguien y sentir ese desespero de los amores adolescentes imposibles.  Un amigo mío solía decir que para enamorarse bastaba mirar, mirar... eventualmente los detalles iban a aparecer como un alfabeto para escribir cartas de amor.  Hay algo tan digno en el desamor de un chico de 16 años, algo tan sublime, un dolor tan profundo en esa ignorancia.  Si pudiera, me diría a mí mismo que el corazón se regenera, que para eso están los buenos amigos, los buenos libros, las canciones y las temporadas de vacas flacas que enseñan cómo vivir con el alma a flor de piel.  Pero si no hubiera sufrido tanto ni extrañado tanto ni hubiera jurado e intentado matarme tantas veces de formas tan idiotas (como sentarme en medio de una calle de un sector residencial - por la que no pasó ningún carro esa noche - con una botella de tequila) no entendería la belleza de poder ser así de trágico, así de hermoso y magno en mi despecho.

En la universidad comencé a sentir un poco más la uniformidad de criterio: todos sabíamos que esto no iba a durar y que lo mejor era despedirse de esa visión melodramática del mundo.  Tuve menos amigos y más compañeros.  Aprendí a agarrarme de esas amistades porque sabía que iban a ser las más grandes de mi vida adulta.  Con el tiempo uno se rodea de gente a la que saluda con mayor o menor deferencia y, con suerte, hay dos o tres personas ahí para escuchar los mismos ruidos que no nos dejan dormir.

Alguien que le enseñe al corazón cómo despedirse de ese reflejo prístino para recibir "las cosas como son" y no como siempre fueron en domingos de caminar escuchando música con el eco de las fiestas del sábado y las confesiones del viernes.  ¿Nadie?  Eso mismo pensé.

Más tarde, voy a seguir escuchando el Disintegration.

Parece que fue hace un instante hasta que me doy cuente de algo: ese instante aún no acaba.

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